Hay una frase de Ángeles que quedó resonando en mí luego de la presentación. No la recuerdo de manera literal, pero decía algo como: no atravesar solas ni en silencio nuestras experiencias significativas. Cuando la escuché me quedé pensando en la diferencia que eso hubiera hecho en mi vida y me sorprendí imaginando que pudo cambiarla por completo.

“Romper con la tradición del silencio”, dejar que nuestra voz salga y explique lo que sentimos, lo que duele, lo que alegra, lo que se dificulta, lo que avergüenza. “Contar nuestras historias es un acto político reivindicativo que nos dignifica”.

En lo que las otras escriben, nos leemos. Sus palabras son las nuestras. Por primera vez no son ajenas, como escribe Daniela en el prólogo. Hablan desde nuestros lugares, desde el encierro al que nos dijeron que pertenecíamos. E incluso, aunque no estemos de acuerdo, abren la puerta a dialogar también sobre nuestras diferentes percepciones.

Yo, como Jimena, me pongo la mano en el corazón (que tantas veces ha latido como si quisiera escapar), porque las ansiedades han sido un lugar recurrente en mi vida. Sólo que en mi caso las padecí en solitario y eso las convirtió en una tempestad que parecía no tener fin.

Escuchar y leer a Belén me recuerda aquello que elegimos contar para amortiguar un poco el golpe de lo que aún no podemos compartir. Esos pequeños gestos que te salvan y sin palabras te muestran que la vergüenza no es ese monstruo gigante que te exhibe y te arrincona.

Natyeli me puso a reflexionar sobre mi relación con las princesas y creo que es ambivalente. Es verdad que sirvieron para reforzar la idea de esperar que alguien viniera a salvarme. Idea que nació fuera de los cuentos, en la soledad y el abandono, en el sitio de la desesperanza, donde la única posibilidad parece un milagro. Las historias de princesas también me salvaron porque fueron refugio y fuga cuando la realidad sobrepasaba mis fuerzas.

Belém me hizo pensar en cuántas veces hemos sufrido violencia sin poder reconocerlo, porque se trata de actos que en apariencia son inofensivos o que no son evidentes o escandalosos. Pensé también en lo difícil que resulta reconocer lo que estamos percibiendo cuando alrededor nuestro la mayoría de las voces dicen que estamos equivocadas. Cómo vamos arrastrando por la vida esa mezcla de culpa e incomodidad que nos estorba adentro del cuerpo hasta que logramos reconocerlo y manifestarlo.

Con María, escuché esa voz que me ha perseguido en tantas ocasiones y me dice que no hice las cosas a tiempo (qué demonios es “a tiempo”), que fracasé. Desde los 6 años creo que voy tarde a todo, tal vez por eso siempre tengo prisa. Es complicado vivir en la sobre exigencia y más cuando se integra a tu voz interior y te persigue desde dentro para enjuiciarte y llenarte de dudas. Me ha costado muchísimo empezar a reconocerme, a ser amable conmigo y a ver todas las cosas que he hecho a pesar de las dificultades.

Ana Laura me recordó todo aquello que he desconocido de mí misma, que he pasado por alto, todo lo que he dado por cancelado sin saber. El derecho que siempre he tenido al placer, a decir que no, a decir que sí, lo poco que me pregunté si quería, si me gustaba, qué quería, qué me gustaba, qué tan importante era para mí. Tendrá un par de años que reconocí por primera vez la enorme capacidad de mi cuerpo para sentir, para disfrutar y el anhelo (enorme también) de compartir todo eso con alguien. Con alguien que valga la alegría.

A Nancy podría decirle que también tuve una decisión trascendente en la adolescencia. Sólo que yo no la tomé. Cuando tenía 13 años supe que debía irme de mi casa, alejarme de todo y de todos, si quería salvarme a mí.

Al contrario de Oli, no guardo los mejores recuerdos de las marchas. Mis papás me llevaban a veces y yo era una niña que se cansaba pronto, que le hacía daño el sol y el viento y el polvo. Como no hablaba en ningún sitio, jamás pude gritar consignas. Siempre escuché a los demás decir lo liberador que era. Ya de mayor elegí por voluntad propia ir a algunas, me sigo cansando pronto y no me hace mucho bien el sol, ni el viento, ni el polvo. Eso sí, aprendí a gritar un poquito.

Sonreí mucho con “La historia de mis orgasmos”. Aunque yo no pude reconocerlo con demasiada claridad cuando era una niña, últimamente (con mayor conciencia de mi misma) vuelvo la vista hacia atrás y descubro que siempre tuve una gran sensibilidad en mi cuerpo. En resumen y para utilizar las palabras de mi querida Yuri: que yo también soy una caliente. Es increíble como todo a nuestro alrededor (y también en nuestro interior, porque nos vamos tragando esas ideas hasta que las reproducimos sin ayuda) va ocultando lo que en realidad somos. Hasta que un día, muchos, muchos años después, nos damos cuenta de las maravillas que siempre estuvieron ahí.

Casi pude ver a Mayra en su primer día como profesora y pude hacerlo porque en sus palabras me describió. La primera vez que di clases me sentí la persona más fraudulenta del mundo. Y recuerdo que esa sensación me acompañó mucho tiempo. Estaba tan avergonzada que casi ni hablaba de mi nuevo trabajo. Intentaba hacer más cosas de las que debía como una manera de compensar el supuesto engaño. Cuando me llamaban “maestra”, por dentro pensaba “no, por favor no me digan así, les estoy mintiendo”. Síndrome de la impostora, que le llaman. Lo peor de todo es que nunca lo hablé con nadie y no disfruté como pude hacerlo, porque sí era maestra y aunque me faltaba experiencia, logré cosas muy bonitas con mis alumnas.

Hay tantos lugares que no son seguros para las mujeres. El transporte es uno de ellos. Para mí es un alivio que existan los vagones exclusivos y al mismo tiempo es triste que esa sea la única salida. Desde muy chica, como la mayoría de nosotras, he tenido que padecer el acoso en mis traslados. Muchas veces me quedé callada, con la rabia atorada en todo mi cuerpo. Muchas otras veces, también me defendí. Es algo que me cuesta trabajo y necesito un recordatorio constante para no olvidar que “soy valiente y que mi seguridad no depende de ninguna persona”.

Como Claudia, también agradezco haber encontrado terapeutas que me acompañan en este viaje que puede complicarse tanto. “El autoconocimiento no es un camino fácil: está lleno de obstáculos y dolor”, pero he descubierto que no hay nada más doloroso que cerrar los ojos.

El boiler es el símbolo que define tu paso a la madurez. Sea cual sea la edad en la que hayamos aprendido a encenderlo.

La primera vez que viajé en avión era una niña y fue una mezcla de emociones. Alegría sobre todo, porque me iba a llevar muy lejos. De adulta me sigue gustando viajar en avión y trato de lidiar de la mejor manera con los aeropuertos y sus trámites que muchas veces me paralizaron. La última vez que salí, en lugar de aterrarme, abrí muy bien los ojos y observé a las personas que sabían qué hacer. Creo que aprendí algunas cosas y para las que no, siempre se puede pedir ayuda, así como hizo Margarita.

El texto de Anilú llegó justo cuando estoy buscando mi primer espacio propio. La leo y me ilusiona pensar lo que viene. También me asusta un poco. Creo que voy a recordar sus palabras cuando haga mi primer súper, cuando abra la puerta y vea, por primera vez en toda mi vida, un espacio para mí misma.

 Yo aprendí “el lenguaje del fuego” de mi abuelita paterna. La comida era algo muy importante para ella y una de sus maneras de demostrarnos amor. Dividía a las personas entre las que no comen, las que comen bonito (de todo) y las que comen bien bonito (de todo y mucho). Yo estaba en la segunda categoría y mis primos (altos y comelones) pertenecían al grupo de los que comen bien bonito.

Agradezco y abrazo el texto de Miranda. Es tan cierto que se habla muy poco desde el contexto de la enfermedad, de ese estado que vivimos muchas personas, casi siempre en el aislamiento. El silencio es una constante para quien padece algún problema de salud porque intentas no parecer distinta, no incomodar y para eso hay que tragarse el miedo, la tristeza, el espanto.

Pensarte rota, incompleta, te hace creer que nadie va a aceptarte así, cuando en realidad todos estamos rotos de algún sitio. Pero es muy difícil entender esto desde la soledad.

 “Muchos espacios son violentos cuando el cuerpo no hace lo que debería” y la respuesta inmediata es el autocastigo, por fallar, por no estar bien, por no ser normal.

Y Miranda señala con acierto una posible salida: las redes de cuidados. Ese círculo cercano que nos permite hablar y ser escuchadas, sostenidas, esperadas. Ese mismo círculo del que podemos ser también cuidadoras, “arropar a quien necesite sanar y esperar eso también para nosotras”.

Alejandra Tello
Nací en la CDMX. Escribo y hace poco regresé a bailar. Estudié Ciencias de la Comunicación y Lengua y Literatura Hispánica en la UNAM. Entre mis publicaciones están: “Presencias” (2000), crónica sobre el asesinato de una estudiante en el marco de la huelga universitaria de 1999; “Confesiones” (2019), cuento ganador del XXVII Certamen Literario Juana Santacruz, organizado por el Ateneo Español; “Interior 407” y “Con los ojos abiertos”, cuentos publicados en la revista Página Salmón; Antología de cuentos “Cántaro de voces” (2024). Algunos de mis textos se han publicado en las plataformas digitales de Especulativas y Sonámbula.