Por: Vanessa B. Lizárraga Juárez

Primer recuerdo

Hurgar en el pasado. Reconstruir recuerdos escondidos en algún lugar de la memoria. Siempre me mortifico la incapacidad de recordar la infancia. Siempre creí que las personas inventaban historias de su niñez. Fue la terapeuta, o las terapeutas quienes me dijeron que la mente suele protegerte. Olvidar es en ocasiones un acto para subsistir, cuidar, protegerse. Entonces sucede que no recuerdo la niñez. La infancia para mi es un libro con hojas en color negro y destellos grises. 

Desde niña tengo sueños raros. Sueños que me atormentan como monstruos que me impiden ser feliz. Sueños repetitivos, sueños que se vuelven cuadros de Remedios Varos, con esas casas de varios pisos y múltiples cuartos con pasadizos e hilos invisibles que conectan.  Desde niña sueño que debo huir, pero nunca sé de quién. Lo más curioso fue que aprendí a reconocer los espacios de mis sueños y los escondites para protegerme del monstruo sin cara.

Fue a través de los sueños que comencé a recobrar instantes de la niñez.  A veces no se discernir entre sueños y recuerdos que se manifiestan como maleficios para liberarse de algún conjuro. Solo sé que los sueños me estresan, y en ocasiones el mundo onírico más que liberarme me atormenta. ¿Por qué mi mente juega conmigo? ¿Qué desea mostrar a través de esas películas? ¿Son memorias escondidas en algún recoveco de mi ser? ¿Qué buscan al emerger?

Tal vez, uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia. Es soñarme trepando la alacena para bajar el tarro de Nescafé y el azúcar. Llenar uno de esos vasos de Tupperware de medio litro con agua, y verter café y mucha azúcar dentro, y tomarlo todo. Es probable que tuviera cinco años. También recordar lo mucho que me gustaba jugar hacer pastelitos de tierra y comerlos.  Era divertido jugar, siempre me ha gustado el olor de la tierra mojada, asumo que como niña era entretenido. No obstante, ver el pasado con ojos de adulta dimensiona las cosas de otra manera. Es nombrar la negligencia de cuidados de mi madre.

También en pesadillas se hace presente. Aquella mañana que altanera como siempre me negué a que mi hermano mayor me ayudará a cruzar la banqueta.  El lodo cubría el camino y me negué a ser cargada por mi hermano, caí, ensuciándome toda. Recuerdo el llanto de mi hermano mientras ella lo golpeaba, por mi culpa, por no evitarlo. Recuerdo sus súplicas y el coraje que ella vertía sobre su cuerpo de niño. La maldigo, maldita mujer.  ¿Son pesadillas o recuerdos?

Me sueño niña, siempre huyendo entre túneles y pasadizos secretos en casas en proceso de construcción. Casas grandes, con puertas escondidas y lugares que solo eran de acceso exclusivo para ciertas personas. Nunca he comprendido porque en estos mundos sé cosas que me pueden salvar la vida. Esa es otra constante, muchas veces, sueño que debo correr o huir para protegerme de aquello que me persigue. El miedo que siempre me acompaña, pero me mantiene viva. El miedo: compañero y verdugo.

En ocasiones pienso que lo mejor que pudo pasarme es que mi madre me abandonará, pero luego pasó, que la vida me cambió de un infierno a  una jaula de oro. No todas las violencias son físicas, pero seguro es que todas dejan marcas que quedan guardadas en el cuerpo…

Los espacios habitados en los sueños se fueron convirtiendo en espacios conocidos. A veces me gusta pensar lo divertido que sería psicoanalizar el mundo onírico que me habita. Entonces recuerdo a las terapeutas, las puertas se abren cuando una está lista para entrar (o salir). Por lo pronto, dejo que los traumas de mi infancia sigan en el sótano. Actualmente, solo intento sobrevivir y eso lo puedo hacer gracias a la niña de los sueños.

Tres momentos en los que fui respondona

Me siento frente a la computadora para intentar pescar destellos de mi voz. Como si los recuerdos fueran peces en un mar bravo. La voz de una niña respondona, el susurro de la voz de niña que se convirtió en estruendo.  Es difícil viajar al pasado, intentar recobrar aquello que se guardó en un baúl dorado, que al agitarse en busca del pasado se convierte en tsunami.

La primera carta: la mentira.

¿Por qué recordar la primera gran mentira? Tal vez, por la culpa. Posiblemente porque todavía en sueños se presentan los cuerpos de esas criaturitas. También veo la furia de la madre cuando intentó atacarme. Después de ese fatídico suceso nunca me quiso. Siempre que me veía me enseñaba los dientes y en sus ojos azules se mostraba una furia infinita. A pesar de que juré que yo no maté a los gatitos, Maya me delató. No, no tenía voz, pero su animadversión le mostró a todos que mentía. Recuerdo que mi madre me preguntó ante todos si yo había matado a los gatitos de Maya, yo juré que no.

Entre lágrimas y un despliegue actoral digno de una pequeña actriz juré que no podría porque quería a Maya. Y era cierto, la quería. Sin embargo, aquella mañana al ver que a los gatitos les daba el sol de manera directa, creí que era una buena idea poner una tabla sobre ellos para protegerlos del sol. Nunca en mi cabeza de niña, pensé en las consecuencias que aquel objeto podría tener al caer sobre los cuerpos de aquellos animalitos recién nacidos.  Nunca más volví a tener un gato, hasta que superé el miedo en la adolescencia. Todavía recuerdo la cara de decepción de los adultos ante mi mentira. Esa fue mi primera vez como respondona llena de mentiras. La mentira, a veces, también es respuesta.

La segunda carta: la justicia.

Pienso en porque estudié derecho. En la necesidad de abogar en defensa de otros. Recuerdo aquella mañana que estaba sentada con mi hermana en las escaleras de la casa. No recuerdo la razón por la que estábamos sentadas las dos. Entre sueños de nuevo, vuelvo a capturar otra memoria. Intentó sostenerla entre mis manos, pero parece un pez que desea escapar.  Ahora entiendo aquello que escribió bell hooks, sobre escribir y hacer público aquello que es privado. Personal, íntimo aquello que constituye parte de la identidad. Los cadáveres que guarda cada familia.

¿Por qué pienso en eso? Este no es un recuerdo de ese tipo. Aquella mañana o día, no recuerdo la hora, solo que había luz, entraba por el tragaluz del techo. No recuerdo que amerito que la madrastra golpeará a mi hermana, su hija, con una raqueta. Mi hermana no tendría más de 5 años, posiblemente, honestamente no recuerdo bien. Solo puedo sentir la frustración y la tristeza de su llanto mientras su madre la golpeó con la raqueta durante todos y cada uno de los escalones hasta subir al segundo piso.  La niña lloraba cada que el objeto azotaba su cuerpo minúsculo de niña, mientras su madre desataba su cólera sobre el cuerpecito. Bendito sea el amor maternal. Creo que la madrastra tuvo mucho que ver, en que nunca extrañara tener a mi madre, pensaba que si lo que ella hacía era amor, no me perdía nada.

Recuerdo mi coraje, y también recuerdo que molesta le dije que sí volvía a golpear a mi hermana llamaría a los derechos humanos para que la metieran a la cárcel. Es posible que me amenazará también con la raqueta, no lo recuerdo, solo recuerdo el coraje de ver a esa mujer desquitar su furia en el cuerpo de la niña. La desigualdad de fuerza, la indefensión de mi hermana, y su llanto. Creo que allí nació mi deseo por estudiar leyes. Supongo que también fue la semilla para trabajar en la defensa de los derechos humanos. Comprendí que las historias de la maternidad no son todas de color de rosa, y que hay madres que son habitadas por demonios.

La tercera carta: la loca.

Es curioso, mientras escribía pensé que la mujer respondona debía hacerlo exaltada, colérica, con los ojos en llamas. Lo cierto es que en ocasiones he sido esa mujer con boca de fuego que convertida en bruja profiere conjuros para liberar el alma. En otras, soy sabia, que lleva a cuestas el peso de la vida y con la calma que da la sabiduría libera la palabra y responde con miel en los labios.

Intentó liberar el recuerdo, pero es un reo que ama su prisión. Lo entiendo, es de esos momentos que una, desea guardar en el sótano de la casa. O cómo dice bell hooks en su libro Respondona un secreto de familia, privado.Ese rosario de memorias es doloroso, y no sé de entre todas las veces que escuché mi voz, para pararme frente a mi agresor cual deba ser el misterio que comparta en este escrito. No hay nada que incomode más a un agresor que una mujer que no le tiene miedo y lo reta, esa era yo, la mujer que contestaba con la boca y con el cuerpo. Sus ojos llenos de furia, su necesidad de hacerme chiquita, de borrarme y aniquilarme.

No recuerdo porque inició la discusión, aunque siempre era por sus infidelidades, alcoholismo o sus mentiras. Recuerdo que molesto me dijo que no sabía porque no había pagado los cinco mil pesos para que de una vez por todas me desaparecieran. ¿Intentaría atemorizarme? ¿Acaso no me conocía? Me reí en su cara, le dije que tenía bolsas mucho más caras que los miserables cinco mil pesos que planeaba pagar por liberarse de mí. Su mirada estaba llena de fuego, nunca comprendí porque le molestaba tanto mi incapacidad para guardar silencio. Porque no era una bonita mujercita que guardaba silencio y obedecía, ¿por qué no soy una bonita mujercita que guarda silencio y obedece?

Supongo que como dice bell hooks, la posibilidad de hacer uso de mi voz y lograr “la expresión de nuestra transformación de objeto a sujeto, es la expresión de la voz liberada”. Nunca temí escuchar mi voz, tal vez, porque durante mucho tiempo estuvo encarcelada en el silencio.  Porque quise ser perfecta, y las niñas bonitas no hacen uso de la voz para incomodar a otros. Fue hasta que me di cuenta de que no debía permitir que otros incomodaran mi existencia y la liberé como un rayo. Él fue la razón por la cual liberé mi voz, es curioso que en medio del ciclón aprendiera a liberarme, apropiarme de mí. A sacar la furia, la rabia que me habitaba porque ser buena nunca me llevó a nada.

Él liberó a la loca: yo era la loca que no se callaba. La loca que no obedecía. La desquiciada que se inventaba historias. La perturbada que construía mundos en su mente para arruinarlo todo. No es así como nos llaman cuando no cabemos en la cajita que desean ponernos. Cuando salimos del aparador. Cuando dejamos de ser cosas y recuperamos nuestra agencia. Loca, loca, loca, en eso me convertí ante él y todos.

Lo había olvidado, porque todo aquello que duele se guarda. Sobre todo cuando una debe sobrevivir en un mundo adverso, que desea incansablemente conquistarnos. Recobré la memoria, catorce años después cuando con el corazón roto le conté a mi mejor amiga que él hombre del que estaba enamorada y me había roto el corazón me había llamado loca. Sus palabras fueron dardos. Allí estaba la herida supurando pus.  Fue entonces necesario recurrir a la escritura para liberar a través de la palabra, y resignificar el dolor. Ahora canto como dice Ibarbourou en su poema Dulce Milagro, ya no me importa que me digan loca. Sé que cuando lo dicen es porque no han podido domarme.

Vanessa B. Lizárraga Juárez (Ciudad Juárez, 1978) escribe para mirar el mundo desde las fisuras. Licenciada en Derecho por el ITESO, encontró en la escritura un elixir contra la locura. Cultiva la crónica, el cuento, la microficción y la poesía como territorios de resistencia. Finalista en los concursos de crónica de la UACM y en el Nacional de Cuento Erótico. Sus textos aparecen en Un virus sin corona (UACM, 2020), Cruce de Caminos (Editorial Momo, 2024)
y 50 frutos des-generados (Las Tejedoras Proyecto Literario, 2024). Ha publicado en revistas digitales como Tranvía Fronterizo, Especulativas, Hipérbole, Tintero Blanco, Enpoli, After the Storm y Salidas del Tintero.
Escribir, para ella, es tender puentes entre lo íntimo y lo colectivo. Un gesto de memoria, un modo de sobrevivir y volver a empezar.