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Por: Kiara-Li Adler.
Pues no: que sean mayores no implica mejores capacidades o competencias; más tiempo en este mundo no significa más experiencia ni temple.
Tal como ella dijo que sucedería, sucedió. Él llegó al mostrador; ella se había ido.
Pidió pasar al baño y yo, sin dudar, dije: “¡no! ¡No puedes pasar!”.
La mayor, la autoridad, tomó las llaves de la reja y, desobedeciéndola a ella, abrió el candado que me desarmó.
De nada sirvieron mis reclamos aquella tarde; mi voz —la menor— no se escuchó.
Muy distinto fue años después. Estábamos solas otra vez, una tranquila mañana de fin de semana, aún en pijama. Giramos la cabeza buscándonos en absoluto silencio. Nuestras miradas se cruzaron en un grito ahogado de ayuda. Afinando el oído, no había duda: alguien caminaba en la azotea, cerca del tragaluz.
Veía el pavor en sus ojos, que me alimentaban, inflándome enardecidamente hasta que no cabía más en aquellos dos pisos. Salí dispuesta a matar. No sé si más por ella que por mí.
En la calle estaba él: el pastorcete de dos metros que me quedó pequeño. Le gritaba al joven junto al tragaluz las instrucciones para atorar una cuerda que tensaba su carpa: tenían evento.
Con la potencia de manguera de bombero, mi vómito de palabras lo bañó: “No, no está Ella, pero estoy yo. Quite su cuerda, baje a esa persona, y jamás vuelva a sentirse con derecho de disponer de mi azotea”.
Nota: Este relato forma parte de un ejercicio en el que las participantes tenían que narrar un momento respondón en su vida.

Kiara-Li Adler, soñadora renacida.
Ha comenzado su camino en la escritura indagando sentipensares, buscando desarrollarse poco a poco con enfoque solidario hacia el desarrollo personal y la búsqueda de la autoconciencia.
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